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Cebrián

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En 2018 ya era arriesgado defender a Juan Luis Cebrián en El País. Yo lo hice en abril, el mismo día en que el Consejo de Administración de PRISA decidió su relevo como presidente y de todos los demás cargos que ocupaba en la empresa, incluido el de presidente del Consejo Editorial. Para aliviar el golpe, se le mantuvo el título algo humillante de Presidente de Honor, del que ahora ha sido también desposeído.

Lo primero que pensé al conocer la noticia del último y definitivo despido de Cebrián es que algo muy grave debe de estar pasando en España cuando el fundador y primer director de un periódico tan emblemático es expulsado de una forma tan indigna de la casa que construyó. No conozco un caso similar en ningún país del mundo. Se puede coincidir o discrepar con el contenido de sus artículos, pero sólo desde la más asombrosa degeneración de los principios de democracia y libertad de expresión puede entenderse una medida así. Nadie puede creerse que su colaboración esporádica en un incipiente medio digital pueda justificar una decisión de este calibre. ¿Tan elevado es el sectarismo de quienes gobiernan el periódico que no pueden convivir con un artículo mensual hostil con la línea editorial? ¿Es tal el grado de intolerancia al que hemos llegado que una parte de la redacción y de la sociedad aplaude este disparate? ¿Es Cebrián quien se ha apartado de los valores fundacionales de El País o son sus actuales dirigentes los que los han violentado? El Libro de Estilo de El País define estatutariamente el periódico en los siguientes términos: «Un medio independiente, nacional, de información general, con una clara vocación global y especialmente latinoamericana, defensor de la democracia plural según los principios liberales y sociales, y que se compromete a guardar el orden democrático y legal establecido en la Constitución. En este marco, acoge todas las tendencias, excepto las que propugnan la violencia para el cumplimiento de sus fines». Juzguen ustedes mismos quién se ajusta más a esta definición.

En todo caso, sean cuales sean las respuestas a estas preguntas, ninguna empresa -mucho menos un periódico- puede deshacerse de la persona que lo trajo a la vida y le imprimió personalidad sin perder con ello su propia naturaleza.

Decía al principio que hace seis años ya era peligroso defender a Cebrián en El País. Tanto que yo mismo fui destituido como director dos meses después del artículo que publiqué. Lo hice, en contra de la recomendación de algunos ejecutivos y amigos, por justicia y por conciencia. Entendía que el periódico no podía anunciar el final de Cebrián sin acompañarlo de una glosa de su obra durante sus muchos años al frente. Y estaba convencido de que lo mejor para El País era presentar la caída de Cebrián de la forma menos traumática posible, tratando de incorporar su nombre a la memoria y al patrimonio colectivo de la cabecera.

«Ninguna empresa -mucho menos un periódico- puede deshacerse de la persona que lo trajo a la vida y le imprimió personalidad sin perder con ello su propia naturaleza»

Hacer un punto y aparte en la historia de El País, romper con la etapa de Cebrián y enviar su recuerdo al infierno, como pretendían y pretenden quienes le derrotaron y los que se aprovecharon de su derrota, además de imposible, es una torpeza mayúscula. El legado de Cebrián, con toda su controversia y claroscuros, estará eternamente ligado a El País. Es lo que pensaba cuando escribí el artículo de 2018 y es lo que pienso ahora.

No conocía personalmente a Cebrián antes de que me nombrase director. A diferencia de otros muchos periodistas de esa casa, nunca había compartido espacios privados con él ni pertenecía a su círculo más o menos íntimo. La verdad es que la primera vez que hablé a solas con él fuera de la redacción fue la conversación en la que me propuso ser director. Tampoco nos hemos visto apenas desde que dejé de serlo. Él siguió su camino y yo, el mío, sin puntos de coincidencia. De su fichaje por THE OBJECTIVE me enteré al leer la noticia en el periódico.

Eso no impide que me sienta ahora apremiado, igual que en el 2018, a salir en su defensa. Y por las mismas razones. Al prescindir de Cebrián, incluso en su actual papel meramente testimonial, El País se ha amputado una parte vital de su organismo. No porque Cebrián sea insustituible. Nadie lo es. Pero Cebrián es El País. Como lo era Polanco. Y bien lo saben todos los que conocen la marcha del periódico desde su desaparición. El País es obra de ellos dos. No estuvieron solos. Hubo otros muchos nombres implicados en esa obra magnífica. Pero a ellos les corresponde la gloria, por esas circunstancias de la vida que une los destinos de hombres y empresas por encima incluso de sus verdaderos méritos. Nadie recuerda ni recordará nunca los nombres de quienes sucedimos a Cebrián. Y mucho menos los del fondo de inversión que ocupó el sillón de Polanco.

Se esgrimen con frecuencia estos días los errores de Cebrián, principalmente el del tránsito de buen periodista a mal gestor, así como otros que serían consecuencia de la borrachera de poder que suele aquejar a quienes llegan tan alto. Algunos de ellos, por cierto, transmitidos y asumidos por toda la redacción de El País, en la que era difícil establecer un ranking de quién se pavoneaba más entre los colegas de otros medios. Incluso aceptando la carga insidiosa de quienes envidiaban el papel tan dominante que el periódico tuvo en otros tiempos, hay que reconocer que ni El País ni su fundador fueron un modelo de humildad.

Algunos me reprochan que El País del pasado no se corresponde con el recuerdo idílico que tenemos de él, que también en aquel El País había arbitrariedad y partidismo. No dudo de que así sea. Pero pocos me negarán que El País iluminó la vida de un par de generaciones y sirvió de faro para la modernización de millones de españoles, tanto de izquierdas como de derechas. Y esta fue su principal virtud, que, durante muchos años, les servía a todos.

Precisamente por ese papel excepcional que El País tuvo en las primeras décadas de nuestra democracia, es más grave aún la destrucción de referencias emprendida en los últimos tiempos y culminada ahora arrojando a Cebrián al foso de los fascistas. Los periódicos pasan por mejores y peores momentos. El actual no es bueno para ninguno de ellos, ni en España ni en ningún otro lugar. Pero la respuesta a las inquietudes y desconcierto que vivimos, en todos los planos, no puede ser la caza de brujas ni la renuncia al compromiso con la independencia y la verdad. Por supuesto que la época de Cebrián ha pasado y que hay que dejar El País y el país en manos de los jóvenes. La razón, sin embargo, no está estrictamente vinculada a la edad, y yo leo cada día en el periódico al que pertenecí durante 40 años ideas mucho más retrógradas, autoritarias e involucionistas que las que le leo a Cebrián y otros de su generación.

«Precisamente por ese papel excepcional que El País tuvo en las primeras décadas de nuestra democracia, es más grave aún la destrucción de referencias emprendida en los últimos tiempos»

Después del artículo de 2018 sobre Cebrián, algunos me acusaron de hacerle la pelota. ¡Qué necios! Era más que consciente yo entonces de que Cebrián no estaba ya en posición de ayudarme y que aquel elogio, por el contrario, sólo podría precipitar mi propia caída. Tenía y tengo sinceras razones de agradecimiento a Cebrián. La primera de ellas, la libertad que me dio para tomar las decisiones de acuerdo a mi propio criterio, incluso las más difíciles y controvertidas. Pero por encima del reconocimiento a Cebrián, tanto aquel artículo como el presente son, sobre todo, gestos de amor a El País. Y, por lo que a este último respecta, una expresión de dolor por haberlo perdido.

Se estrenó este domingo Cebrián en THE OBJECTIVE con una entrevista a Felipe González. Curioso el paralelismo entre ambos personajes y sus respectivas obras. Ambos son hoy víctimas de la ingratitud de algunos a los que protegieron y de las embestidas de una izquierda reaccionaria a las órdenes de un miserable que le impide pensar y le obliga a odiar. 


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