Taylor Swift ha pasado por Madrid como un huracán, provocando el caos en los alrededores del Santiago Bernabéu, con 69 impresionantes camiones en los que transportaba el decorado de sus conciertos entorpeciendo el tráfico de la Castellana, la arteria principal de la capital, provocando colas de miles de adolescentes entregadas, incluso acampadas en los parques durante varios días. Ha alimentado con su visita un sinfín de titulares centrados, principalmente, en datos económicos sobre una artista que ha entrado con inusitada fuerza en la lista de los millonarios del show business mundial: ella sola, con sus dos conciertos, ha provocado -según diversos medios especializados- una subida de los precios al consumo en España de un 0,3% en el mes de mayo.
Las cifras marean: 130.000 espectadores y un impacto de 150 millones de euros (el dato me parece de ciencia ficción, pero viene avalado por Carlos Balado, director de Eurocofin) generados por parte de los turistas en dos días en la capital, porque algunos analistas calculan un gasto entre 1.000 y 1.300 euros por cada swiftie, que es como se hacen llamar sus seguidores. Vamos, que la visita de Taylor es mejor negocio incluso que una final de la Champions League. Se ha triplicado el servicio de trenes a la capital a un precio muy por encima de la media y el volumen de búsqueda de billetes de avión, nacionales e internacionales, ha crecido un 44%, los hoteles han disparado sus precios y muchos han agotado sus reservas, los restaurantes de los aledaños del estadio no tenían una sola mesa libre… La locura, un festín para los hosteleros y para las administraciones públicas, Hacienda y Ayuntamiento. Y Madrid como estrella de los virales de dos noches seguidas. Promoción a escala planetaria.
¿Cómo es posible que una sola mujer provoque tamaño tsunami económico? Si ustedes son padres, ya lo saben, porque han tenido que hacer frente a todo lo que conlleva la fiebre swiftie, desde las entradas (oficialmente, de 85 a 226 euros, con el paquete VIP rozando los 500, aunque la realidad es que los precios se han multiplicado por una demanda enloquecida) al merchandising, incluso el outfit lucido la ocasión. Aunque pueda tener un éxito transversal, lo cierto es que estamos ante un fenómeno generacional: niñas y adolescentes son las que mejor conectan con la cantante de Pensilvania, con sus canciones pegadizas y sus letras autobiográficas en las que desnuda sus emociones, con guiños a su familia, a sus ex parejas, a su actual amor…
A sus 34 años, Taylor Swift conecta con las más jóvenes porque mantiene con ellas una conversación a través de la música y ha sabido hacer comunidad. El invento de las ‘pulseras de la amistad’, elaboradas con palabras y frases de las letras de sus composiciones, han sido todo un hallazgo, pues los swifties se reconocen, establecen contacto, se las intercambian con una complicidad inmediata. Es tal el deseo de compartir la experiencia con la artista que han circulado tutoriales para no perderse un segundo del espectáculo yendo al baño (son más de tres horas en directo), revelando trucos como ponerse pañales para adulto. Cuando una es capaz de mearse encima antes que perderse un show, la cosa es seria.
Hay un elemento heroico también en la trayectoria de la cantante, que emprendió una batalla por recuperar los derechos de sus canciones que pocos en la industria se habrían atrevido a mantener en solitario, como ella hizo. Tras romper con su discográfica, su catálogo musical acabó en manos de Scooter Braun, un siniestro personaje contra el que se despachó a gusto en un comunicado en el que confesaba que no quería que «un acosador fuera el dueño» de su trabajo. En un inesperado giro de guion, Taylor regrabó todos y cada uno de sus discos (ella no solo canta, es la autora y compositora), en una proeza que confirma que bajo esa apariencia de mujer dulce con sonrisa inocente hay una luchadora que no se rinde. Por cosas así se ha ganado el sobrenombre de ‘la jefa’. Menuda es ella.
Estos días, en radios y televisiones, muchos opinadores profesionales han presumido de su ignorancia sobre la artista, como si en un alarde de superioridad moral, vinieran a decirnos que Taylor Swift es demasiado comercial, demasiado joven, que no se merece tamaño éxito. Otros se han burlado de las reacciones de los swifties como si nunca hubieran tenido un ídolo de juventud. Pues qué quieren que les diga, mientras uno se asoma a este mundo de cínicos y se traga todos los días las infames noticias políticas, con insultos, manipulaciones, mentiras y fango, yo he disfrutado al ver las caras de felicidad de toda esa gente que veía cumplido el sueño de ver de cerca a su particular diosa. Los ojos brillantes, la risa tonta, las manos temblorosas por los nervios mientras enseñaban a cámara el modelito elegido para el concierto: toda esa emoción contagiosa me hacía recordar los tiempos lejanos en que uno también tenía ilusiones. Pero en aquel entonces eran más baratas, todo hay que decirlo.