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Miguel Ángel Belloso, un liberal de principios

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Todo el mundo sabe que Miguel Ángel Belloso tenía un pronto muy malo. Tuve ocasión de comprobarlo la primera vez que hablé con él. Corría mayo de 1986, ambos formábamos parte del equipo fundacional de Expansión y, en compañía de otros redactores, nos dirigíamos en coche a la rotativa de Pinto, donde debía imprimirse el primer ejemplar del diario. No recuerdo de qué íbamos hablando, pero a Miguel Ángel no debió de gustarle algo que comenté y exclamó tajante: «¡Venga ya!«

Atribuí aquella innecesaria brusquedad a su juventud. Tendría como 23 años y acababa de llegar de la Universidad de Navarra. Yo era, por el contrario, un veterano de casi 30, que estaba de vuelta de todo. Durante mis tiempos en la facultad de Filología me había fascinado la certeza con que los marxistas opinaban de todo: de la democracia, de la justicia, de la familia, la propiedad privada y el Estado. Aquella seguridad me fascinaba y había intentado ser uno de ellos, pero no logré que me convencieran. Me había hecho liberal por descarte, por falta de principios.

Miguel Ángel siempre fue, por el contrario, un liberal de principios. A pesar de lo que sugería el título de su blog (‘Apuntes liberales de un chico de derechas’), también él abrazó en su Navarra natal las suaves y bienintencionadas convicciones izquierdistas propias de quienes recibimos una educación católica. Fue ya como periodista, en las interacciones que mantuvo con (pásmense) los miembros del equipo económico de Felipe González (Guillermo de la Dehesa, Carlos Solchaga, etcétera), cuando se convenció de la importancia del mercado, de la competencia y, sobre todo, de la libertad.

Comprobó que, lejos de ser un asco, el capitalismo era el manantial de la prosperidad y, con el mismo ímpetu con que a mí me había callado la boca en aquella primera ocasión, se embarcó en una quijotesca cruzada contra los socialistas de todos los partidos.

Su competente labor como reportero lo llevó en los años 90 hasta la dirección de Expansión y, desde allí, se convirtió en un azote de toda forma de coacción. No toleraba que nadie le dijera lo que tenía que hacer. Iba a los toros, fumaba puros, aparcaba en doble fila y combinaba las americanas de rayas con los pantalones de cuadros (o al revés, no estoy seguro, lo que sí sé es que hacía daño verlo).

En una sociedad que valora por encima de todo la cautela y la moderación, Miguel Ángel era temerario y excesivo. Su blog sumaba miles de seguidores, cientos de los cuales lo insultaban groseramente, pero no podía importarle menos. «¿Cómo lo aguantas?», le pregunté una vez. Se encogió de hombros por toda respuesta. Simplemente, consideraba su deber dar la cara por sus principios.

Cuando en 2007 lo nombraron director de Actualidad Económica, me llamó para que colaborara en el relanzamiento de la revista. No tuvimos mucha suerte. Nos pilló, primero, la salida del iPhone y, a continuación, la Gran Recesión. El primero nos arrebató los lectores y la segunda la publicidad, y solo pudimos asistir a la lenta agonía del papel que aún hoy continúa.

Eso no nos impidió hacer periodismo. No había charco que no pisáramos ni ojo en el que no metiéramos un dedo. Actualidad Económica podía hacer aguas por los cuatro costados, pero todavía encontrábamos tiempo para concebir portadas provocativas a favor del neoliberalismo y contra lo políticamente correcto.

Luego vino su inexplicable despido. Bueno, inexplicable. Todo el mundo sabe que Miguel Ángel tenía un pronto muy malo y algún jefe no se lo perdonó. Fue una pena, porque, ¿qué prefieren ustedes: una buena persona brutalmente franca o una mala persona sibilinamente educada?

En el mundo abundan por desgracia las segundas y, tras la marcha de Miguel Ángel, la balanza queda un poco más desequilibrada.


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